Publicado por Cronista Montañés miércoles, 9 de julio de 2014


Manuel Vicent publicó a principios los ochenta del siglo pasado el devocionario titulado Ángeles o neófitos. El escritor, para acometer esta aventura literaria, previamente hubo de encontrar la figura de un beato. Como quiera que sea que estos individuos, pertenecientes a la estirpe de los venerables, se halla en vías de extinción consagrando su paso por el mundo terrenal al rezo y la contemplación, se le antojaron hombres de otra época o de ninguna, circunstancia que no ayudaba mucho en su labor de hagiógrafo contemporáneo. A tal efecto, el literato hubo de tomar prestada la vida y milagros de Juan García Ripollés, a la sazón artista moderno y, a pesar de ello, ajeno a la sofisticación de cualquier vanguardia.
Para que el divertimento del breviario laico (de cuatro jornadas de perfección y un horóscopo para incrédulos) resultara fetén lo primero que obró el escritor fue nombrarlo beato, Beato Ripo. Y  la Humanidad, gracias a esta verdad revelada, conoció al eremita. Su tríada capitolina la componían Chagall, Picasso y Matisse, dioses a los que homenajeaba sin parar a través de lienzos y grabados en serie. En este olimpo particular tampoco faltaban las musas, dispuestas a inspirar sus quehaceres plásticos, ni las ninfas, solícitas a conducirlo por el derrotero del hedonismo. Entonces el beatífico creador habitaba el Mas de Flors, el lugar más similar a la Arcadia del Peloponeso que encontró al instalarse en la provincia de Castellón a su regreso del Monte Parnaso, en el distrito XIV de París.
Fue allí donde el literato de la cabeza de pene lo descubrió todavía inmerso en la Edad de Oro, que es la hora feliz de las civilizaciones previa a la expulsión del paraíso, cuando las únicas vestimentas que se requieren para deambular por los bancales y las huertas son el taparrabos, el pañuelo de albañil con los cuernos del fauno, las margaritas floreciendo en la barba y una rama de romero prolongando la sonrisa. Fue así como el rousseauniano Vicent encontró al buen salvaje Juan entre botes de pintura, telas, pinceles, gallinas, chuchos, gatos y un burro. Era un bon Jan sin marchante que «te quitaba el gafe», según palabras del novelista. No obstante, poco después de la aparición del libro iniciático le sobrevino la fama y, en medio de este locus amoenus, junto a la fauna y la flora, comenzó a verdecer la mala hierba del dinero.
De la aparición de aquel devocionario para descreídos y hippies de vuelta de las Pitiusas han transcurrido más de tres décadas. Tempus fugit. El escritor continúa encaramado a la columna desde donde predica su sermón dominical siguiendo el ejemplo de un cura progre de la capilla de la Ciudad Universitaria que se convirtió en el último Duque de Alba. Desde este punto elevado de El País, Vicent ha seguido las correrías y el éxito de Ripollés. El autor de ojos verdes ya nos contó en qué consistía el contraparaíso por estas tierras, de modo que nada de lo humano, ni de lo divino, iba a sorprenderlo a esta altura.
Y es que el antiguo beato de la edad de la inocencia hace un tiempo que vive instalado en la Belle Époque; acude a los toros en calesa y se presenta en los saraos en descapotable convertido en el bohemio oficial del régimen de la popularidad. La celebrity luce para estas ocasiones un abrigo de pieles con los que se cubre las vergüenzas llenas de manchurrones abstractos, pues el pintor hace años que se ha convertido en su obra más cotizada.
Manuel Vicent, marinero en tierra madrileña, pudo perdonar que su santón de novela cayera tan pronto en las tentaciones del mundo y los demonios, pero se hace más complicado pensar que el azote de la Feria de San Isidro le haya pasado por alto que persista en ese pecado de la carne que es la lidia. ¿Qué pudo ocurrir para que el nuevo Francisco de Asís, el neocubista de la brocha gorda, el anacoreta en armonía con el planeta y los colores primarios, se subiera al coche de caballos para darle la vuelta al ruedo ibérico a las cinco de la tarde y, luego, tomar el burladero, entre tiburones y lagartas, y compartir con ellos el deleite por la casquería? Para más inri, el artista no duda en presentarse en el coso ataviado con las pellizas que, a su vez, arrastran el dolor del sacrificio sin arte de otros bichos. «¡RIP, oh yes!», gritan los animalistas cuando le ven salir por la puerta grande del matadero.
¿Dónde andará hoy en día el ángel que guardó la masía de las flores del mal fario? ¿Qué se ha hecho del neófito que enseñó a pintar a un burro cuadros de Jackson Pollock mientras se espantaba las moscas con el rabo? ¿Queda alguna pista que nos permita adivinar si verdaderamente existió alguna vez aquel Adán al este del Espadán? Veamos.
El Ripo, el presente y el anterior, el beato y el profano, el vegano y el taurino, siempre se ha redimido por el arte moderno, más exactamente, por el arte posmoderno. De este modo, el día en que se propuso inmortalizar al cacique provincial en una estatua de cobre a las puertas del delirio aeronáutico más conocido como aeropuerto sin aviones, el resultado fue que el rostro del político no guardó similitud alguna con aquel descomunal monumento de quincalla. Cosa distinta, y fatal para Ripollés, es que hubiera dominado los cánones clasicistas. ¿Se imaginan a semejante careto de treinta metros elevados al cubo si además fuera reconocible el modelo original con las gafas de sol y la gomina del capo di tutti capi?
Otro episodio reciente, ocurrido con una escultura de rotonda dedicada a las víctimas del terrorismo, quiso que el viento de tramontana tumbara buena parte de la estructura, dejando los hierros retorcidos convertidos en un amasijo conceptual muy potente. El artista acudió, de inmediato, al lugar el siniestro y se quedó un rato solo contemplando aquella representación perfecta del abatimiento. En medio de la noche, él y las planchas metálicas de la pieza herida de muerte iniciaron una charla insólita. «¡Déjame así!», dijo la figura entre susurros, según contó el propio artista. «Lo que tú no supiste moldear, lo ha conseguido el huracán del norte». «Cuánta razón llevas», asintió el artista y remató: «La fuerza desatada de la Naturaleza es mil veces mejor que el mejor de los escultores; lo mismo que mi burro da mil vueltas a cualquier action painting. ¿Cómo pude olvidarlo?».
Quizás sean estos los dos milagros que exige Roma para que un beato sea canonizado. A falta de conocer la opinión de la persona que lo beatificó en la Transición, a mi no se me antoja que se trate de milagros menores: hablar con las estatuas y darles la razón, y levantar una escultura que compita en misterio con el yuyu de las caras de Bélmez. Convenientemente acreditados estos prodigios, más el del borrico que domina el expresionismo americano, el beato Ripo está listo para subir a los altares.



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