Publicado por Cronista Montañés miércoles, 25 de junio de 2014



El doctor Reig es el obispo que mejor he conocido en la distancia corta, no en balde fue titular de la diócesis de Segorbe-Castellón donde yo fui bautizado en la fe romana y él se estrenó en el oficio de pastor de almas a los lomos de un pollino. Según explicó, con aquella humilde equitación, deseaba emular a Jesús de Nazaret cruzando las puertas de Jerusalén. Sin embargo, el clérigo era un hombre entrado en carnes y nadie cayó en la cuenta de su parábola evangélica. La concurrencia más bien pensó que trataba de imitar a Sancho Panza en su toma de la ínsula de Barataria. Aclarado el malentendido, los presentes comprendieron que las figuras antagónicas de Cristo Salvador y el escudero de la Mancha, a pesar de la disparidad, le caían como el anillo en el dedo, pues el nuevo obispo combinaba el mesianismo de los iluminados con el talante prosaico de un mosén de pueblo. Su Eminencia resultó tener una personalidad poliédrica aunque la feligresía, pendiente del inestable equilibrio de la estampa ecuestre que componía, no fue capaz de advertirlo hasta más avanzado su ministerio. Incluso, un parroquiano sentenció que la intención del obispo, ese domingo de Ramos, consistía en demostrar que ya nunca se bajaría del burro. Y, en efecto, el mitrado era terco como el animal que lo transportaba en su arribada a la Tierra Prometida castellonense.
El obispo Reig nos descubrió, en breve plazo de tiempo, que él, sin alcanzar la mística trigonométrica del misterio de la Trinidad, también era un ser múltiple. De este modo, sus temibles apariciones públicas las podía protagonizar lo mismo el capitán moro de las fiestas de Concentaina, un lobo de Wall Street o, incluso, un sexador de Pollos Planes.
Uno de los primeros gestos de don Juan Antonio que deslumbró a los parroquianos fue verle adornado con indumentarias y complementos más propios de Trento que del Concilio Vaticano II. La ciudad no había visto una cosa igual o, al menos, lo había olvidado. Él procedía del arzobispado de Valencia, donde el clero se ve obligado a competir en barroquismo con la fallera mayor y la corte de honor. Sus atuendos litúrgicos y los procesionales parecían vengar los siglos de contención en el valle de lágrimas de la Plana con que sus predecesores habían pastoreado la diócesis sin un mínimo glamour. Se diría pues que, a través de todo aquel lenguaje no verbal y, por añadidura, del verbal de sus frecuentes apariciones en la cadena Teletroncho, el anuncio de la Buena Nueva se produciría de un momento a otro.
Así ocurrió. La gran noticia no se hizo esperar; el doctor Reig sentenció que estaba dispuesto a culminar los trabajos de la catedral inacabada como si se tratara de un Ken Follett en los penúltimos capítulos de Los pilares de la Tierra. Entonces fue cuando el obispo mostró el segundo rasgo de su ser complejo y desacomplejado para sorpresa de propios y extraños. Aseguró ante un grupo de próceres que él era capaz de multiplicar los panes y los peces, pero por medios modernos, invirtiendo en Bolsa. Tomó las treinta monedas que encontró al abrir la caja de caudales del palacio episcopal y parte de las colectas del cepillo, y lo invirtió en sociedades de inversión de capital variable. O dicho en cristiano: productos de altísimo riesgo -¡ay, el Altísimo!-.
Los milagros siempre conviene hacerlos con gaseosa; con un poco de suerte, La Casera la conviertes en un excelente vino del Priorato, qué ríete tú de las bodas de Caná. En consecuencia, los productos financieros no ofrecieron el rédito calculado. Los rojos volvían a poner en grave peligro a la Iglesia, pero esta vez eran no las hordas de comecuras que habían ordenado desmontar el monumento gótico en 1936, sino los números rojos. ¡Dow Jones! ¿por qué me has abandonado?, se le escuchó susurrar a Su Eminencia en el sermón de las Siete Palabras. 
La última faceta conocida en el carácter de nuestro teólogo se manifestó de inmediato. El tercer Reig utilizó la tinta con la que se imprime la Hoja Parroquial como sólo saben hacerlo los calamares en sus célebres huidas. Así, más allá de su gusto por la pedrería y los oropeles, por el hormigón armado y las fluctuaciones bursátiles, nos descubrió su verdadera pasión, su obsesiva búsqueda, desde la época de estudios en Roma, por conocer cuál era el verdadero sexo de los ángeles. En este empeño desplegó todo el conocimiento teórico acumulado en la Universidad Pontificia con el saber práctico de un sexador de aves.
Cuánta falta hacía en la Conferencia Episcopal un doctor en moral de familia capaz de distinguir la carne del pescado, las ostras de los caracoles, el gusto y los apetitos, en definitiva, un hombre entendido en Orgullo, pero sobre todo, en prejuicio. Y no es cosa vana, la Iglesia por culpa de enzarzarse en estos debates etéreo-sexuales irresolubles, perdió Constantinopla para la Cristiandad. De ahí la importancia que ha cobrado nuestro mitrado desde que abandonó la humilde diócesis levantina. Nos parece que fue anteayer cuando le vimos subido en un pollino y nadie reparó que se trataba del jockey que aspira a disputar el Grand National del Apocalipsis a los cuatro jinetes titulares. Y es que don Juan Antonio Reig superó con creces las revelaciones de San Juan en una prédica televisada en la que llegó a asegurar que quien visita «los clubs de hombres nocturnos» encuentra el infierno del Dante. Y del tomante, ¡no te digo! Él sabrá qué descubrió al descender hasta los círculos viciosos de la Divina Comedia con cuarto oscuro para poder afirmarlo con aquella rotundidad. Se cuenta que monseñor se hizo acompañar, en su expedición al Inframundo, por un tal Virgilio, pero esto, claro, son rumores, son rumores...




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